Un cuento propio

 Cristóbal

Era elegante y caminaba agazapado. Su mirada penetrante siempre buscaba algo, no se sabe bien que. Una mañana apareció de repente en la ventana de mi casa. No pude ignorar su presencia. Y me molestaba su actitud pasiva, tranquila como haciendo un culto a la vagancia. Ese día no le dije nada. Poco a poco con su astucia se fue ganando la confianza de todos los vecinos de Villa Urquiza. Ahí viene el rubio-decían y el se hacia cada vez más el interesante. Desde ese momento, el rubio, que pronto descubrimos que se llamaba Cristóbal sería el nuevo vecino de nuestro barrio. Alicia, que vivía enfrente de mi casa, lo invitaba a ir con ella a pasear a su perra Bony, con quien ya había entablado una linda amistad.Algunas veces, también le deba algo de comer y beber.Algunas noches dormía en la casa de ella y otras, cuando la lluvia lo asustaba, venía con nosotros para instalarse en la habitación que mi hermana y yo compartíamos.
Nadie podía comprender su carácter, ni su temperamento, Cristóbal era bohemio por naturaleza. Su hobby era la cacería, dormir todo el día y que las jovencitas del barrio lo mimaran. No le temía a nada. Además podía decirse que Cristóbal tenía una basta experiencia laboral en exterminio de ratas, ratones, mariposas o cualquier bicho que encontrara a su paso. Pero por sobre todas las cosas, era un buen equilibrista, ya que por más angosta que fuera una cornisa, el la atravesaba para pasar de terraza en terraza.
Una noche, como tantas otras le ofrecí que se quedara en el chalecito con nosotros, pero su actitud orgullosa le impidió aceptar la propuesta. Así que se quedo solo en la vereda bajo la penumbra, cubierto de árboles, sin saber que esa vez, el destino le jugaría una mala pasada. Acomodó su cuerpo entre las ramas secas, enroscó su larga cola, como lo hacía habitualmente y en cuanto cerró sus ojos, escuchó unos pasos que se precipitaban hacia él. Trato de ponerse en guardia para escapar, pero apenas movió una uña, el perro ya tenía entre sus dientes el cuerpo de Cristóbal. -¡Soltalo, soltalo!- Desgraciado, dígale a ese perro que deje a ese pobre gato-gritó la vecina. El dueño del can no hizo nada en reparo de aquella situación, pero fue tan grande el escándalo que se produjo entre quienes defendían a Cristóbal y el hombre, que finalmente pudo zafar.
A la mañana siguiente, el rubio tenía su panza con importantes lesiones, la sangre le tenía su pelaje de rojo, el agua con la cual lo lavábamos no bastaba para curar sus heridas. Pronto, la noticia le llego a los vecinos de la vuelta que en realidad, eran los verdaderos dueños de Cristóbal, a quien el había abandonado, no se sabe bien por que motivo.

Patricia Nadia Gonzalez

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